(LARGA) INTRODUCCIÓN A LA ENVIDIA
“No te alegrarás de los éxitos ajenos, hereje de la amargura”
Décimoprimer mandamiento.
Septiembre es un mes de transición, un mes en el que venimos de un verano doradamente largo con la canción de blue velvet sonando por todas las piscinas y aguas cristalinas en las que nos zambullimos mientras el sol aclara nuestros ojos, o cuando vamos sacando nuestro cuerpo de éstas lentamente y todas las gotas se nos deslizan acompasadas por nuestra exquisita piel bronceada, mientras andamos con paso relajado y firme hacia nuestra hamaca.
Ese verano que acabamos de dejar repleto de interesantes y vertiginosos imprevistos sentimentales o profesionales, mientras nos lleva hacia un otoño anaranjado y cálido, lleno de nuevos proyectos por concretar en el que se afianzarán las sorpresas, y la juventud y la frescura, la esperanza y la ilusión seguirán ahí, intactas, hasta el verano siguiente, donde todo volverá empezar, y será aún mejor. Los planes del año anterior se cumplirán porque eres la pera, y conocerás a gente deseadísima que llevarán tu ya de por sí apasionado espíritu aventurero a cotas que ahora no concibes de atracción. En pocas palabras: Lo vas a petar, figura.
Claro que sí, serpiente venenosa, y por eso te corroe la envidia.
El verano hace mucho que dejó de ser una canción de los Beach Boys y el otoño un año nuevo lleno de propósitos que nos llevarán a la cima personal y profesional. Puedes seguir molando en las redes sociales lo que quieras, hacerte otro peinado, comprarte ropa nueva para simular a través de tu apariencia cuanto has cambiado por dentro en 2 meses y hasta apuntarte a un master nuevo, que eres un puto coñazo y todo va a seguir igual. Y lo sabes.
Hasta aquí nada nuevo.
Sin embargo, por muy absurda que sea la existencia, de vez en cuando, aparecen sorpresas que bien pueden por una vez alargar un verano de espejismos y no me refiero al grosor de tus almorranas, a tu despido o a la enfermedad mortal de un pariente cercano, que viene siendo lo habitual. El espejismo puede transformarse en realidad. De pronto, cazurro arrogante y desgraciado, te sale algo bien. Rematadamente bien. Bueno, no tanto, pero se abre una puerta, ni que sea a otro abismo. Pero ahora eso no lo sabes, así que adelante con levitar que te lo has ganado.
Te ilusionas. Por una vez, sientes que eso que dejaste incluso de esperar, aparece cuando lo dejaste de buscar (chúpate esa Paulo Coelho), y tienes ante ti la oportunidad que tú sientes y llamas “de tu vida”, y la llamas así porque además de imbécil te fumas los libros de Jorge Bucay sin boquilla. Bueno, el caso es que sí, que podría tratarse de alguien que ni de coña esperabas y todos desean, o de un reto profesional que aún menos, que la falta de oportunidades está de moda, y tu patética inseguridad aún más. Pero tampoco importa porque lo único importante es que algo bueno te está sucediendo por fin. Así que como vas con un subidón de cocainómano aficionado cometes el sensato error de soltarlo a los 4 vientos. A quien sea, donde sea. Es tu momento.
Y ahí está de nuevo la humanidad, esa masa de carne, hueso y hastío que llamas entorno, para recordarte cuánto te ama, cuánta fe has de tener en ella.
¿Cómo lo digo? Si quieres formar parte de la tribu no olvides nunca ser un perdedor sin aspiraciones, una ínfima parte de lo que en verdad eres, mejor alguien grisáceo y previsible, así te evitas alcanzar lo que te propones y destacar.
Destacar es Chernobyl cuando huían todos, y si es por un logro conseguido es la forma más rápida que te echen de casi todas partes, hasta de tu familia. Sólo van a soportarlo los 4 amigos del alma que tienes, y aquellos que aceptan como responsabilidad propia su situación actual. O sea, otros 4 mataos.
El resto, armada de mediocres incompetentes que miran demasiado alto para el talento que tienen y se odian a sí mismos, es decir, más de medio mundo, te van a detestar. Pero no sin antes minarte, juzgarte, tocarte de mala manera los genitales, faltaría más.
Para otra cosa barra libre, pero para la envidia no hay hipocresía ni elegancia que valgan. Eso sí que lo vas a notar, apóstata de la desidia imperante. En cada sonrisa maliciosa, en cada tuerca apretada, en cada pregunta.
Los genitales también se pueden tocar silenciosamente haciendo como si no te hubieran oído, soslayando así tu logro, para que te enteres que no es pa tanto, pedorro. Otro modo es el de demeritar tu esfuerzo, atractivo o aptitud, presuponiendo que otros lo han hecho por ti, o peor aún, ¡la suerte! Tú, suertudo malnacido no vales nada, te ha venido a ver la virgen inmerecidamente, mamonazo. Reconocer que alguien vale es lepra, ojo ahí que te va a recordar lo justito que vas de cualidades.
El caso es que se note lo mínimo que tú sí y ellos no, e ir rápidamente a otra cosa, cambiar de tema, interesarse lo mínimo, felicidades las justas y enseñando sólo dientes; los ojos siempre paralizados. Eso sí, en adelante, chistecitos que guarden distancias, como si las hubieras puesto tú cuando son los demás acomplejados que en su oscura inconsciencia te han subido a un atril en el que no quieres estar.
Es lo que tiene el final del verano. Que te devuelve a la realidad de la que has escapado a base de buen tiempo y piel morena, que te hace más sexy e interesante con esos viajes intercontinentales que te metes, eh gachón y te hacen olvidarte de lo escasito que vas de casi todo. O eso te creías, adefesio superficial y chamuscado. Te piensas que esto va a ser así siempre cuando es Agosto. En ese estado de irrealidad es fácil sentirse realizado y alegrarte por los demás.
Pero cuando llega septiembre y ves que nada de lo tuyo ha cambiado porque estabas a otras cosas o directamente porque no vales para ellas y no lo sabes encajar, que quedan 10 meses para volver a huir como una cucaracha a tu retiro de mentira cual adolescente hasta el culo de marihuana, entonces te acuerdas de lo cobarde e insípido que eres, tiendes a sobrevalorarte y cagarte en tu mala suerte, y por ende, en la buena de los demás: Los que llevan años disfrutando del largo invierno y alegrándose del buen tiempo en otra ciudad.